ENCUENTRO DE CRONOPIOS: HOMENAJE INTIMO A JORGE LUIS BORGES Y JULIO CORTÁZAR








POR: FERNANDO VARGAS VALENCIA




“Busco mi cara en el espejo; es otra.
Por eso lo rompí y me castigaron”
JORGE LUIS BORGES







“Espejo: no distinguirás entre los adoradores y el ídolo”
JULIO CORTÁZAR









De los muchos hombres que recorren ciegamente la memoria, aparecen unos versos cortos, unas imágenes contundentes, una emoción puntual: de repente, se toma un libro, y se fundan miticamente las cosas cotidianas. La ausencia puebla nuestros silencios mientras más allá del tiempo y de los espacios, las libaciones más secretas, van señalando destinos impostergables. Nos hablan desde el pasado en esa extraña coincidencia de nuestro presente con el futuro de sus voces maravilladas. Sombras inmortales, se funden en una ciudad íntima: Buenos Aires. En ella, hay sombras, esquinas que nos van llevando hacía la urgencia de estar vivos, hacía la posibilidad de ser inmortales.

La Cruz del Sur colmada de fantasmas silenciosos. A ella, desde nuestra Bogotá asentada cadenciosamente sobre la rosa de los vientos, rendimos un homenaje hermano, un canto de almacén, de ausencias amanecidas en la salmodia infatigable de la lluvia. Nuestra memoria va recontando sus muertos y los recupera de ese amargo laberinto que es la muerte… Bajo estas premisas de intimidad pactada con el vino de la amistad, con la complicidad de las palabras y los silencios, viene a la memoria, y a la salud de ustedes, el ritmo de una milonga escrita a Buenos Aires, desde París, por uno de nuestros cronopios: (La Cruz del Sur).

Jorge Luis Borges y Julio Cortázar están atados a un hilo que va más allá de sus nacionalidades y de esa vieja costumbre que llevaban consigo llamada Buenos Aires, ya sea en París o en Ginebra. Ellos son emisarios de una suerte de porvenir trazado por la ensoñación y por la ruptura con el tiempo. El laberinto y la rayuela, el juego y el río de Heráclito, la fundación mítica de Islandia y el nacimiento de un mundo de cronopios, están atados por una suerte de fatalidad: nos enseñan que estamos predestinados a perseguir ciertas pequeñas cosas, ciertas maravilladas cosas que nos traen promesas e ilusiones de libertad. Jhonny Carter, el perseguidor de Cortázar, es el Otro de Borges: ambos sueñan poblar un mundo posible, por imposible, en tanto el mundo llamado real es una ficción y el hombre, ficción también, vive en un laberinto de artificios. El tamaño de la esperanza de los dos cronopios es el mismo: nostalgia. Añoranza de los mayores, posibilidad de no heredar solamente de nuestros antepasados el único hecho de que estén muertos. El pasado para Borges es el lugar donde la felicidad pudo lograrse. El juego en Cortázar es esa anulación del tiempo encaminada a liberarnos de nosotros mismos. “Esto lo estoy tocando mañana”, dice el Perseguidor de Cortázar, en una obligada certidumbre de que hay algo en el metro de París estrechamente vinculado con el río de Heráclito, evocado constantemente en los poemas de Borges. Para Cortázar, el tiempo se detiene en el metro; para Borges, somos apenas memoria que nada en un río en el que Heráclito no puede bañarse varias veces, porque él se hace otro, aunque el río permanezca invulnerable. Otra vigilia es posible en ambas persecuciones: si los años son un ultraje, buscamos hacerlos música, rumor, símbolo. A eso llaman ambos poesía: abrirse paso en los lúmenes del tiempo, pobreza inmortal. El Heráclito que sueña Borges es otro y es él mismo. Jhonny Carter, Heráclito, Borges, Cortázar: ríos interminables que pasan y quedan, cristales de un mismo hombre inconstante, “que es él mismo y es otro, como el río interminable”.

Vuelve Buenos Aires a definirnos en esa dualidad que nos iguala a Cortázar y a Borges, a Stevenson, a Javier Neira, porque todos ellos somos uno mismo, aquel que irremediablemente juega, quiere, debe jugar con el tiempo y los infinitos. Escuchemos: (Borges y yo).

Recuerdo que hace unos meses escribí a una mujer ciertas palabras dolorosas en torno a esto que les estoy contando. Como este espacio busca ser un pacto de intimidad (y mis amigos y yo, y el otro, no nos cansaremos de repetirlo), me atrevo a echar mano de lo anecdótico so pena de aburrirlos. Pero justificándome se me ha olvidado la anécdota. Rescato del interminable laberinto de una memoria sojuzgada por bestiarios, entre los que se cuenta el de las mujeres y el vino, irreparablemente, el hecho de que a esa hermosa mujer le informaba la necesidad existencial que a partir de Borges y Cortázar hacía eclosión en mí. Esa necesidad es la de construir un mundo poético, en el que reconozcamos el terrible destino humano, que consiste en que nacimos inmaduros para la muerte. Octavio Paz murmuró a propósito de la fatiga de Borges que él a pesar de sus ochenta años no estaba preparado para la muerte, porque todos nosotros, por más viejos que estemos, siempre seremos inmaduros para morir, en el sentido de que nacer es la madurez absoluta y se va relativizando cada vez más a medida que establecemos contacto con la vida cotidiana, con la vigilia, con eso que terriblemente llamamos realidad, como si no nos bastaran los sueños, la muerte misma, la literatura, para reconocer que tan irreal es. Me atrevo a pensar en Borges y Cortázar como dos heterodoxos, dos radicales. Heterodoxos en tanto, como escribí alguna vez en otro tiempo, Cortázar y Borges solían, cuando jugaban al ajedrez, para rescatar a la reina, ofrecer la cabeza del rey. Radicales en tanto ser radical es tomar al hombre por la raíz, y la raíz del hombre es el hombre mismo, y Borges y Cortázar persiguen al hombre total, a la bestia trascendente que coagula embates y misterios, muertes y farsas, viñetas de un truco de mago llamado historia. Aproximaciones a un hombre que soñó un mundo poético, en el que el amor, la presencia de los cuerpos abatidos por su furia, nos dan la posibilidad de salir del tiempo para ser eternos aunque fuese por un instante.

Dos poetas cuya virtud consiste en ser respetuosos con el silencio. Para Borges, la misión del poeta es “hacer”, lo que significa reinventar nuevamente la realidad, para encontrar en cada una de sus cosas, el paraíso perdido del que nos expulsaron. Así, en uno de sus poemas se lee: “el poeta es aquel hombre que. Como el rojo Adán del paraíso, impone a cada cosa su preciso y verdadero y no sabido nombre”. Lo que hermana al buen Jorge Luis con Cortázar, porque para el último, ese Hacedor soñado por Borges, es el que recupera la necesidad de explicar el mundo metafóricamente. La metáfora funda el conocimiento y el verdadero poeta, para Cortázar, es aquel que reconoce que la metáfora no es un recurso privativo del poeta y que su función, la del poeta, consiste en rescatar esa forma primigenia, mágica e inocente de conocimiento que es la metáfora. Un destino poético que no es del todo feliz porque es trasgresión, porque es hacer de la presencia del otro una necesidad vital, lo que es bastante problemático en un mundo de ausencias. Ese encuentro con el otro, esa hambre de comunión del poeta es la conciencia de que sin el otro, el yo está perdido. Ese otro evocado por el río del tiempo Borgiano, o por la nostalgia solitaria de Julio para quien al hablar de mí hay un engaño toda vez que “en el mí estás vos también”, evidencia el hambre de comunión inherente a la sensibilidad poética donde se es consciente de que lo escrito, lo dicho, no pertenece al poeta sino a quienes lo escuchan, y que la tradición y el lenguaje son el “gran poema colectivo del hombre”.

La nostalgia de Borges es una nostalgia de hermandad cobrada por un pasado en el que era más digna la derrota que la bulliciosa victoria. La nostalgia de Julio está demarcada por la “segura bella inseguridad del que ha elegido guardar la fuerza para la ternura y tiernamente gobernar su fuerza”, como se lee en uno de sus poemas. El poeta busca, persigue: el oro de los tigres, la palabra que sane, la posibilidad de amar en un tiempo de odio, ansia de ser siempre más, conocimiento, hambre de posesión para ser, sed de infinito, avidez de existencia, posibilidad de transformar la realidad tocándola poéticamente: (Toco tu boca).

Así, el tiempo roto por las caricias de los amantes en Cortázar, es equivalente a la furia de la espada de los fundadores de las cosas en Borges. La gloria consiste en estar muertos y en el paroxismo de los amantes hay una muerte nueva, en la que el tiempo se reduce a la eternidad de una caricia. Esa caricia que es la furia de Genhish en otro tiempo, la de Tamerlán escribiendo con sus dioses un libro desaparecido por los siglos, que son los diálogos a destiempo entre el Mío Cid y Don Quijote. Porque a todos nos duele una mujer en todo el cuerpo, los encargos de Cortázar y Borges están trazados por una coincidencia para nada accidental: a la mujer, Cortázar encarga lo que a la memoria Borges: obligarnos a pronuncia al fin nuestro verdadero nombre. Y en esa necesidad de lo vital, aparece una pasión común a los dos cronopios que Gelmann vendrá a revitalizar con sus andamios postreros, con las uñitas de niñas sumergidas en tinta, con su lunfardo alucinado: el Tango, el bello tango de los compadritos, de los que a su manera, con el cuchillo, con la garúa, con los otarios y el cigarro fumado en una esquina rosada, llegan al fin a pronunciar su verdadero nombre, el que todos compartimos, porque todos somos el mismo ser, repetido maravilladamente. Escuchemos uno, escrito especialmente para las seis cuerdas por Borges, musicalizado por ese otro cronopio llamado Astor, y con ello, sean todos ustedes bienvenidos: (Alguien le dice al tango).

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